Derechos
humanos
.1.
Algunas aclaracionesPara conocer el estado de la cuestión, nos serviremos de los datos que arroja Pilar Folguera[1]. Aunque parezca raro, el derecho a la vida, a la libertad y a la felicidad son considerados derechos naturales a partir del siglo XVIII. En este sentido, pensar que todos los “hombres” tienen derechos inherentes a su propia naturaleza, por el hecho de ser seres humanos, fue considerado revolucionario en aquel tiempo. La idea de igualdad de derechos se va fraguando durante el proceso de independencia de los Estados Unidos de América (1776) y la Revolución Francesa (1789).
La toma de conciencia de los derechos fundamentales del hombre puede ser constatada de dos modos: anotando el reconocimiento progresivo de las exigencias o libertades sociales de la dignidad humana, y recordando las declaraciones, más o menos vinculantes, de los derechos del hombre.
Desde el último tercio del Siglo XVIII y a lo largo del Siglo XIX, habla en hombre europeo en todos los tonos y a propósito de todos los asuntos importantes, tanto para la vida individual como para la convivencia política, de libertad y libertades. Se debe que en esa época la libertad vino a ser el sésamo, la palabra mágica capaz de abrir en el corazón humano las esclusas de todas las vehementes devociones, de todos los nobles enardecimientos.
El reconocimiento progresivo de las libertades del hombre en la sociedad occidental de los últimos Siglos puede sintetizarse en las siguientes etapas:
·
La caída del Antiguo Régimen y la aparición de la burguesía como
clase ascendente y portadora de las exigencias y reivindicaciones de la
libertad social (Revolución Francesa).
·
La aparición del estado liberal (constitucional, democrático,
representativo, intérprete y servidor de la opinión pública). Nace así el
liberalismo como sistema social y como forma general de la cultura.
·
La critica del liberalismo a partir de los mimos liberales por
ejemplo S. Mill.
·
La critica de Marx llevo el tema de las libertades a un nuevo
planteamiento.
·
Ni la revolución burguesa ni la revolución proletaria han
conducido al hombre a la posesión de la libertad y de las libertades. En la
situación actual la libertad de la persona se siente amenazada por enemigos
nuevos, además de los antiguos. Son los enemigos de la tecnocracia, de la
burocratización, de la excesiva tecnificación de la política, del totalitarismo
del estado, etc.
2- Declaraciones
de los derechos del hombre:El término declaración puede revestir diversos matices significativos:
1) Puede entenderse como simple formulación de derechos y deberes que el hombre encuentra y descubre en la persona: en este sentido no tendría más valor que el que le da el hecho de ser formulados en principios precisos y concretos 2) puede entenderse como una explicitación: en este sentido, existiría una concienciación cada vez mayor de los derechos y deberes inherentes a la persona. 3) puede entenderse como una declaración que la humanidad hace delante de si misma de comprometerse a realizarlos y respetarlos.4) puede entenderse por último, como una aceptación vinculante que una determinada comunidad realiza en orden a poner en practica tales derechos y obligaciones.
Entendiendo, por el momento, él término declaración en la amplitud de las significaciones indicadas, podemos señalar su trayectoria histórica del siguiente modo:
a)
Aunque no podemos prescindir de un dato inicial en el que
demasiadas veces no se repara, a saber: que la conciencia clara y universal de
tales derechos es propia de los tiempos modernos, sin embargo, hay que anotar
algunos antecedentes. La Magna carta libertatum (1215), Magna carta inglesa
otorgada por Juan sin Tierra; el Decreto de Alfonso IX en las cortes de León
(1188); la Constitución de Avila (1521).
Las declaraciones
en el sentido moderno del término, es decir, como fundamentadoras de la estructura política y jurídica de la
sociedad moderna, comienzan con la declaración de la independencia de los
Estados Unidos de América (1776) que da por supuestos “ciertos derechos
inalienables”. Desde entonces las declaraciones más importantes son las
siguientes.
·
Declaración de derechos (“Bill of Rights”) de Virginia. (1776). Es
la primera que contiene un catalogo especifico de derechos del hombre y del
ciudadano. Junto a ella hay que colocar las declaraciones de otros estados
particulares. La filosofía que está a la base de estas declaraciones tienen un
tono empirista y práctico, procedente de la filosofía de Locke, del
iunaturalismo protestante de los siglos XVI-XVIII, y de Montesquieu en lo que
se refiere a la estructura de poder.
·
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1793),
adoptada por la asamblea constituyente francesa. Esta declaración encarno
durante el siglo XIX los ideales de la sociedad liberal y bajo su bandera se
transformo la estructura política y social de occidente. Dio origen, o inspiró,
a las declaraciones de derechos que aparecen en las constituciones liberales de
muchos países durante el siglo XIX. Las declaraciones de derechos de la persona
van siendo comunes a todos los países, e incluso coexisten con todas las normas
de gobierno, incluidas las del tipo autoritario o totalitario.
·
Declaración universal de los derechos humanos (1948), adoptada por
la asamblea general de las naciones unidas. A esta declaración precedieron la
declaración de Filadelfia (1944) y la carta de la O.N.U. (1945). En ella
aparece un equilibrio entre las libertades individuales y los derechos
sociales. Por lo que respecta a su fuerza vinculante nadie discute la
obligatoriedad moral de la Declaración universal de los derechos humanos. Jurídicamente,
su significación no es otra que la de una pauta superior y de inspiración y
criterio superior de interpretación para
los órganos llamados a configurar, desarrollándolo convencional o
consuetudinariamente y en todo caso
aplicándolo por vía judicial o arbitral, el derecho internacional positivo. La
declaración es la expresión de la conciencia jurídica de la humanidad,
representada en la O.N.U.
·
Declaración universal y los pactos internacionales no son los únicos exponentes de la actividad
de la O.N.U. en relación con los derechos humanos. Recordemos otras Declaraciones
de la Asamblea General (derechos del niño, 1959, sobre la eliminación de la
discriminación de la mujer, 1967, las Convenciones en relación con los derechos
humanos, la actividad de la O.I.T; la actividad de la U.N.E.S.C.O, etc.
El acta final de Helsinki (1975) reconoce en el respecto de los
derechos humanos un factor esencial de la paz, la justicia, y el bienestar
necesario para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación
entre todos los estados.
DECLARACIONES SOBRE LOS PRINCIPIOS QUE RIGEN LAS
RELACIONES ENTRE LOS ESTADOS PARTICIPANTES
Los Estados participantes,
Reafirmando su dedicación a la paz, la seguridad y la
justicia y al constante desarrollo de relaciones amistosas y cooperación;
Reconociendo que esta dedicación, que refleja el
interés y las aspiraciones de los pueblos, constituye para cada Estado
participante una responsabilidad presente y futura, fortalecida por la
experiencia del pasado,
Reafirmando, de conformidad con su calidad de Miembros
de las Naciones Unidas y de acuerdo con los propósitos y principios de las
Naciones Unidas, su pleno y activo apoyo a las Naciones Unidas y al realce de
su función y efectividad para el fortalecimiento de la paz, la seguridad y la
justicia internacionales, así como para el desarrollo de las relaciones
amistosas y la cooperación entre los Estados;
Expresando su común adhesión a los principios que a
continuación se enuncian y que son conformes con la Carta de las Naciones
Unidas, así como su común voluntad de actuar en la aplicación de estos
principios de conformidad con los propósitos y principios de la Carta de las
Naciones Unidas;
Declaran su determinación de respetar y poner en
práctica, cada uno de ellos en sus relaciones con todos los demás Estados
participantes, independientemente de sus sistemas políticos, económicos o
sociales, así como de su tamaño, situación geográfica o nivel de desarrollo
económico, los siguientes principios, todos ellos de significación primordial,
que rigen sus relaciones mutuas:
- Igualdad soberana, respeto de los derechos inherentes a la soberanía (...)
- Abstención de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza (...)
- Inviolabilidad de las fronteras (...)
- Integridad territorial de los Estados (...)
- Arreglo de las controversias por medios pacíficos (...)
- No intervención en los asuntos internos (...)
- Respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia (...)
- Igualdad de derechos y libre determinación de los pueblos (...)
- Cooperación entre los Estados
- Cumplimiento de buena fe de las obligaciones contraídas según el derecho internacional (...)
CUESTIONES RELATIVAS A LA PUESTA EN PRÁCTICA DE
ALGUNOS DE LOS PRINCIPIOS ARRIBA ENUNCIADOS
Los Estados participantes,
Reafirmando que respetarán y harán efectiva la
abstención de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza y convencidos de la
necesidad de hacer de ella una norma efectiva de la vida internacional;
Declaran que están resueltos a respetar y a llevar a
cabo en sus relaciones mutuas, entre otras, las siguientes disposiciones que
están de acuerdo con la Declaración sobre los Principios que rigen las
Relaciones entre los Estados participantes:
- Dar efecto y expresión, por todos los medios y formas que estimen oportunos, al deber de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza en sus relaciones mutuas.
- Abstenerse de todo uso de fuerzas armadas incompatibles con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y las disposiciones de la Declaración sobre los Principios que rigen las Relaciones entre los Estados participantes, contra otro Estado participante y en particular de la invasión o del ataque de su territorio.
- Abstenerse de cualquier manifestación de fuerza con el propósito de inducir a otro Estado participante a renunciar al pleno objeto de sus derechos soberanos.
- Abstenerse de cualquier acto de coerción económica encaminada a subordinar a su propio interés el ejercicio por parte de otro Estado participante de los derechos inherentes a su soberanía y conseguir así ventajas de cualquier índole.
- Adoptar medidas efectivas que por su alcance y por su carácter constituyan pasos encaminados al objetivo final del desarme general y completo bajo un control internacional estricto y eficaz.
- Promover por todos los medios que cada uno de ellos considere adecuados un clima de confianza y de respeto entre los pueblos, en consonancia con su deber de abstenerse de la propaganda en favor de guerras de agresión o de cualquier amenaza o uso de la fuerza, incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas y con la Declaración sobre los Principios que rigen las Relaciones entre los Estados participantes, contra otro Estado participante.
- Realizar todos los esfuerzos para solucionar exclusivamente por medios pacíficos toda controversia entre ellos, cuya prolongación sea susceptible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales en Europa, y procurar, en primer lugar, una solución por los medios pacíficos estipulados en el artículo 33 de la Carta de las Naciones Unidas.
- Abstenerse de toda acción que pueda entorpecer el arreglo pacífico de controversias entre los Estados participantes. (...)
Helsinki
1 de agosto de 1975
1 de agosto de 1975
Significado ético de los derechos
humanos.
La expresión derechos humanos es una
formulación histórica, nacida dentro de la etapa moderna de la cultura
occidental, que recoge las expresiones básicas de la dignidad humana.
También se utilizan otras expresiones
para denotar la misma realidad: derechos del hombre, derechos fundamentales,
derechos naturales, derechos públicos subjetivos, libertades fundamentales,
etc.
En esta realidad entran en juego el
derecho y la ética: la primera connotación queda reflejada al hablar de
derechos, mientras que la segunda puede expresarse con la adjetivación de
humanos ( y así se resalta el aspecto histórico y se evita la justificación
ontológica) o con la adjetivación de fundamentales (y entonces se pone de
relieve el carácter metajurídico y fundante de toda ulterior norma positiva).
Creemos que las dos expresiones, derechos humanos y derechos fundamentales, son
adecuadas para formular la realidad histórico-ético-jurídica a la que se alude.
Vamos a seguir en la reflexión a Tony Mifsud S.J “Ética de los derechos
humanos”
El tema de los derechos humanos tuvo una inmensa relevancia
en las década de los setenta y ochenta, pero, entrada la década de los noventa,
pareciera que esta preocupación perdió actualidad. Al limitar su comprensión a
los derechos civiles, la llegada del régimen democrático y el deseo
inconsciente de olvidar un pasado sangriento, sacaron este tema de la agenda
pública en varios países de América Latina.
Este hecho social es lamentable, porque el discurso sobre los
derechos humanos tiene una importancia decisiva, en cuanto expresa el
compromiso de la sociedad con el respeto por la dignidad de todos y cada uno de
sus miembros, como único camino éticamente válido de crecimiento y de
desarrollo.
Además, en un contexto de creciente pluralismo, el eje de los
derechos humanos permite construir un proyecto común en la sociedad. Este
proyecto, al fundamentarse en el respeto por los derechos humanos, ofrece un
marco de referencia que trasciende un concepto de consenso entendido en
términos puramente cuantitativos (la simple decisión de la mayoría) y propone
la búsqueda en común de valores fundantes que deben ser respetados en todo
proyecto social.
El consenso no es tanto una meta cuanto un método, mediante
el cual la sociedad busca racionalmente articular un proyecto que respete y promocione
la dignidad de todos sus miembros. Al reducir el consenso a una meta, lo
decisivo es llegar a un acuerdo, aunque implique concesiones éticas, porque el
parecer de la mayoría constituye el factor determinante. El consenso como
método permite una búsqueda en común de los valores fundantes sobre los cuales
construir un proyecto que incluya a todos los miembros de la sociedad, ya que
el factor decisivo es el respeto por los derechos humanos.
“La tradición liberal democrática ha visto (y ve) la esencia
del consenso en la pura aceptación de las reglas del juego. Hoy, en cambio, se
tiende, y justamente, a buscar un consenso basado en algo sustancial y no
puramente formal; un consenso sobre las grandes finalidades que toda
convivencia humana se debe proponer constituye la meta de muchas e importantes
búsquedas. Más aún, es éste el nudo de todo el debate filosófico-político
actual. Ahora bien, esta búsqueda no es otra cosa que la forma histórica nueva
en que se presenta la idea antigua de ley natural; una base de finalidad, de
valores y, también, de algunas opciones de comportamiento, que sea aceptable
por un ser humano como ser racional; una base que se pueda defender con
argumentos y en cuya formulación pueda participar el cuerpo social discutiendo
los pros y los contra; cuyos instrumentos de actuación puedan ser verificados y
modificados consensualmente (y, por lo mismo, racionalmente)”.1
En cierto sentido, el discurso sobre los derechos humanos
constituye una expresión y una elaboración moderna de la antigua idea de la ley
natural o del derecho natural.2 En el fondo, es la misma búsqueda de una base
de finalidad y de medios racionales sobre los cuales cualquier persona pueda
estar de acuerdo. Esta búsqueda es la expresión de una necesidad de ética en la
sociedad, porque expresa la necesidad de articular el presente, y de proyectar
el mañana, de tal manera que permita una sana convivencia donde todos tienen
cabida en cuanto son respetados en su dignidad de personas humanas.
Desde el horizonte de la fe, este eterno retorno de la ley
natural expresa la continua presencia de Dios Creador llamando a la creatura en
su conciencia a dar fruto en la caridad en la construcción de una sociedad
siempre más humana y fraterna.
1. La elaboración de un discurso racional
1 E. Chiavacci, “Ley Natural”, en AA.VV., Nuevo Diccionario
de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), p. 1027.
2 Ver E. Chiavacci, “Ley Natural”, en AA.VV., Nuevo
Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 1013 - 1028.
3 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de
1965), No 16: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la
existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón,
advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz
esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su
corazón en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado
personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre,
en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo
de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley,
cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a
esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad
y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al
individuo y a la sociedad”. Ver también Concilio Vaticano II, Optatam Totius,
(28 de octubre de 1965), No 16.
La progresiva toma de conciencia de los derechos
fundamentales de la persona humana, como expresión jurídica y política de la
dignidad del ser humano, tiene una formulación privilegiada en la Declaración
Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones
Unidas reunida en París el día 10 de diciembre de 1948.4 Esta Declaración
constituye, sin duda, un verdadero hito cultural (el horizonte de significado)
en la historia de la humanidad.
La Declaración afirma
solemnemente que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos, y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros” (Artículo 1). Estos derechos pertenecen
a toda persona, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión,
opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Artículo 2).
Esta proclamación destaca aquellos derechos que le
corresponden a la persona humana en cuanto tal y, por consiguiente, son lógica e
históricamente anteriores al Estado. Así, el Estado no otorga estos derechos
sino simple y necesariamente tiene que reconocerlos. Estos derechos son
inalienables porque corresponden a las condiciones básicas que permiten la
realización del individuo en sociedad o de una sociedad formada por individuos
y, por ello, pertenecen a la misma naturaleza humana.
El discurso sobre los
derechos humanos tiene su raíz histórica básicamente en el concepto del derecho
natural y en la idea de la libertad. En el pensamiento cristiano, el derecho
natural es la expresión mediante la cual se subraya que la ley eterna del
Creador se hace presente en la razón humana, para guiar a la persona en su auténtica
realización como creatura; en el pensamiento moderno, se reivindica la libertad
y seguridad del individuo frente al intento de cualquier poder absolutista del
estado, mediante una base filosófico-jurídica por encima del Estado.
Las primeras
declaraciones de derechos humanos, en el sentido moderno de ejes fundantes de
la estructura política y jurídica de la sociedad, se pueden encontrar en las
revoluciones americana (“Bill of Rights”, 1776) y francesa (Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano, 1793). Para una exposición histórica del
reconocimiento progresivo de los derechos humanos, se puede consultar Marciano Vidal,
Moral de Actitudes, (Tomo III), (Madrid: P.S., 19958), pp. 224 - 230 y 251 -
270. En J.J. Mosca y L. Pérez Aguirre, Derechos Humanos, (Montevideo: Editorial
Mosca Hnos., 1985), se presentan algunas pautas pedagógicas a partir de los
artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, como también se ofrecen
otros documentos relacionados con el tema de los derechos humanos.
Ver Santo Tomás de
Aquino, Suma Teológica, I – II, q. 91, art. 2: “la ley natural no es otra cosa
que la participación de la ley eterna en la creatura racional”.
Estas dos vertientes confluyeron en la elaboración de un
discurso sobre los derechos humanos entendidos como unos derechos que son pre y
supra estatales, innatos al ser humano e irrenunciables, cuya validez no está
sujeta al reconocimiento o desconocimiento estatal, porque proceden de una
fuente de derecho suprapositivo, o divino, o también (en el caso de no aceptar
la referencia a lo trascendente) del mero hecho de ser persona humana.6
Los derechos humanos pueden clasificarse en (a) derechos
civiles y políticos, en cuanto consideran a la persona como ciudadano (por
ejemplo, el derecho a voto, a la libertad personal); (b) los derechos económicos,
sociales y culturales, que hacen referencia a un trato de equidad dentro de una
misma sociedad (por ejemplo, el derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud);
y (c) los derechos colectivos correspondientes a los grupos humanos (por
ejemplo, el derecho a la autodeterminación, a un medio ambiente sano, al
desarrollo).
Por el contrario, las violaciones a los derechos humanos se
distinguen en (a) sistemáticas y amplias, cuando afectan a todos los ámbitos de
la vida (como en el caso del sistema del apartheid); (b) sistemáticas pero
individuales, cuando sólo repercute sobre un grupo de la sociedad (el caso de aquellos
gobiernos militares de torturar y hacer desaparecer a los opositores al
régimen); (c) violaciones puntuales y arbitrarias, como podrían ser las que van
dirigidas contra la igualdad de la mujer (como el pagar una menor remuneración
por el mismo trabajo).
El deber de justicia
El deber de justicia es una exigencia social de pedagogía
ética. La sociedad necesita colocar límites públicos entre el bien y el mal, entre
lo que se debe hacer y lo que no se puede hacer. Negativamente, es una condición
de sobrevivencia en la convivencia, de otra manera se pasa a la ley del más
fuerte o la ley de la selva; positivamente, es una condición de realización en
la convivencia según el derecho que corresponde al respeto por la dignidad de
las personas.
La exigencia de
justicia no responde al deseo de venganza sino a la necesidad de establecer
públicamente lo bueno y lo malo para la realización de la sociedad donde todos
tienen cabida. La reflexión ética, en sus opciones y responsabilidades, no está
sujeta ni a las dictaduras ni a las democracias. Lo impuesto por la fuerza no
asegura
“En efecto, la cólera
de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e injusticia de los hombres
que aprisionan la verdad en la injusticia” (Romanos 1, 18). En varias ocasiones aparecen juntas la verdad
y lajusticia en la Biblia: Tobías 3, 2; 14, 8; Salmos 15, 2; 19, 10; 45, 5; 96,
13; Proverbios 12, 17; Sabiduría 5, 6; Romanos 2, 8; 1 Corintios 13, 6; 2
Corintios 6, 7; Efesios 5, 9; 6, 14.
De por sí el bien ético; tampoco el llegar a un consenso
implica que necesariamente se ha acordado lo correcto.
Una sociedad necesita una escala de valores para poder
sobrevivir, realizarse y desarrollarse. Por consiguiente, existen unos valores
que no son negociables porque con su ausencia peligra la misma existencia y la
convivencia del ciudadano. La no aceptación de este postulado significaría un
relativismo ético donde, en última instancia, es el poder de turno el que
determina lo que constituye lo bueno y lo malo.
Por ello, la impunidad es la negación al derecho a la verdad
y al deber de justicia. La impunidad destruye la confianza de la sociedad en
sus instituciones públicas porque, de hecho, degenera el horizonte de la justicia
en la voluntad de los poderosos. La presencia de la impunidad sólo denota que
el poder de algunos es más importante que la justicia para todos y esto conduce
inevitablemente a más violencia de rebelión contra el poder establecido y de
represión contra aquellos que buscan la justicia.
Por consiguiente, la
necesidad de hacer justicia no responde al deseo de venganza sino a un
imperativo ético de devolver la confianza en las instituciones públicas, de
pronunciar la verdad de lo acontecido y de sancionar una conducta inaceptable
por y en la sociedad. La sociedad, al hacer justicia, reivindica la dignidad del
ofendido como sujeto de derechos inalienables, invita al ofensor a arrepentirse
de su maldad y recobra su propia credibilidad comunitaria.
La justicia es la
deuda ética para con el ofendido. La impunidad es la destrucción ética de la
sociedad porque señala, en la práctica, que el único valor que se respeta es el
del poder que va dictando las normas a su conveniencia, cayendo en un peligroso
e inaceptable relativismo ético porque niega criterios éticos válidos para
todos y cada uno en la sociedad. La opción por el perdón asegura esta altura
ética en la búsqueda de la verdad y la práctica de la justicia. Esta afirmación
axiológica precisa de mediaciones
“Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos
la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento”
(Sabiduría 12, 19).
“Sin sanción social la
posibilidad de que se reproduzcan hechos de violencia es mucho mayor, dado que
se rompen las normas sociales básicas de convivencia. En ausencia del reconocimiento
de los hechos y sin ponerse a disposición de la sanción social, los victimarios
nunca van a tener la posibilidad de enfrentarse con su pasado, reconstruir su
identidad y replantear sus relaciones cotidianas con las víctimas y la
sociedad” (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Guatemala:
Nunca Más, 1998, Tomo IV, p. 538).
Desde un punto de vista ético, no se descarta la introducción
de la amnistía porque hay que distinguir entre impunidad (ausencia de procesos)
e inmunidad (procesos con perdón establecido previamente). Pero, es éticamente
inaceptable otorgar amnistía sin la previa investigación de los hechos, porque
en el caso de una amnistía, sin conocimiento previo de los hechos, se cae en el
peligro de “perdonar” a un posible inocente, cuando ni siquiera se ha
establecido su culpabilidad. La amnistía implica culpabilidad y, por ende, hay
que establecer culpabilidad antes de otorgarla.
Las semillas del futuro crecerán en el rechazo ético hacia un
pasado violento y en el respeto por los derechos básicos de la persona humana,
cuya primera expresión es el respeto por la vida humana. La memoria doliente
inaugura el nunca más como compromiso de una sociedad de cara al futuro. En una
sociedad que desea convertir el campo de batalla en un hogar para todos, lo
primero que se requiere es un consenso social sobre un principio ético
fundamental y fundante de cualquier grupo humano: el respeto por la vida humana
y la consecuente desmilitarización de la vida cotidiana. Sin una convicción
compartida —y respetada sin condiciones— de que la eliminación de las personas
no soluciona los problemas sociales sino, por el contrario, los prolonga de
generación en generación.
Una y otra vez se reitera que la política es el arte de lo
posible. Éticamente, esta expresión es incompleta porque el referente de lo
posible es ambiguo, vago e interesado. Más bien, la política es el arte de
hacer posible lo deseable. En este caso,
2 “Sin un sentido ético claro de condena de las atrocidades
cometidas, y sin mecanismos de investigación, control y sanción, la violencia
corre el riesgo de convertirse en un patrón de conducta con impacto también en
el futuro de la sociedad, en especial de los jóvenes”
(Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Guatemala:
Nunca Más, 1998, Tomo IV, p. 539).
Se propone una meta, un ideal, un rumbo que dirige y guía la
posibilidad deseable (ética política) de lo posible (política).
Evidentemente, la misma situación particular va colocando los
límites entre lo deseable y lo factible, con tal que el horizonte ético sirva
de tensión constructiva para dirigir lo posible hacia lo deseable. Una simple
adaptación a lo conveniente tendrá un precio muy alto para la sociedad porque
lo conveniente suele responder a los intereses de algunos y no de todos.
Resulta esencial
preguntarse constantemente si es lo conveniente desde el punto de vista del
poder o desde la perspectiva de la sociedad. Una falsa solución sólo tendrá el
efecto de una bomba de tiempo y la ulterior deslegitimación de las instituciones
públicas, dejando abierta la puerta para la violencia represiva, que a lo largo
tendrá la respuesta de una violencia subversiva.
Un saber estar en el
mundo
El horizonte de los derechos humanos ofrece un referente
capaz de contribuir a un saber estar en el mundo93, especialmente en una época
cuando la cultura de mercado está trastornando seriamente la escala humana de
valores con la consecuente pérdida de sentido.
“En la sociedad emergente la lógica del consumo (elijo y pago
en el mercado la alternativa más ventajosa, y exijo que se me dé exactamente lo
que pagué) se ha internalizado en los individuos, y se ha extendido a dominios
muy alejados del campo económico. (…) Los consumidores protagonizan una
revolución que no es sólo económica, sino también política y cultural. De una sociedad
donde el protagonismo estaba hasta los 70 centrado en el Estado, se pasó en los
80 a otra centrada en la empresa, para pasar en los 90 a un tipo de sociedad
donde el protagonista es el consumidor. (…) Su [una sociedad de consumo] lógica
se ha estado diseminando,
Utilizo la frase saber
estar en el mundo, inspirándome en aquella de Xavier Zubiri (saber estar en la
realidad), dándole un significado ético. “La filosofía ha contrapuesto sentir y
inteligir fijándose solamente en el contenido de ciertos actos. (…) inteligir y
sentir no sólo no se oponen sino que, pese a su esencial irreductibilidad,
constituyen una sola estructura, una misma estructura que según por donde se mire
debe llamarse inteligencia sentiente o sentir intelectivo. Gracias a ello, el
hombre queda inamisiblemente retenido en y por la realidad: queda en ella
sabiendo de ella. Sabiendo ¿qué? Algo, muy poco, de lo que es real. Pero, sin
embargo, retenido constitutivamente en la realidad. ¿Cómo? Es el gran problema
humano: saber estar en la realidad” (Xavier Zubiri, Inteligencia y Razón, Madrid,
Alianza – sociedad de Estudios y Publicaciones, 1983, pp. 351 – 352). Desde su
fuente que es el mercado, e impregna casi todos los dominios de la vida
social”94.
Una cultura de mercado fundamenta el valor social de la
persona en su capacidad de consumo (comprar y vender), haciendo del tener un
decisivo referente antropológico. En otras palabras, se consagra una antropología
vivida en términos del ser al servicio del tener. Soy alguien en cuanto tengo
dinero. Pero esta afirmación subjetiva sólo es posible en la medida en que
existe la percepción compartida de que en la sociedad el individuo es apreciado
en términos de consumo (la capacidad, real o virtual, de compra).
Por ello, aparece el mecanismo complementario del aparentar,
donde existe una nítida identificación entre ser y tener. De hecho, la
alienación se basa en hacer creer a los demás lo que uno es (o tiene) cuando en
realidad no es (ni tiene). Ser es tener: por consiguiente, es preciso tener a
toda costa (cualquier riesgo es poco) para poder ser alguien en los ojos de los
demás.
Una de las consecuencias sociales de esta transformación
antropológica (ser es pretender ser lo que uno no es) es la aparición de una
nueva clase de pobres: los endeudados (la tarjeta de crédito, los préstamos bancarios,
la compra a crédito, etc.).
¿Y los pobres de siempre, los que nunca tuvieron poder
adquisitivo, y que ahora tampoco tienen acceso a buenos servicios públicos que,
además, progresivamente se van privatizando? Simplemente, no pueden aparentar
porque ni siquiera tienen esta posibilidad. Entonces, ya no son tan sólo
pobres, sino también
marginados porque la sociedad no los toma en cuenta. ¡No sólo
no tienen sino
tampoco pueden aparentar tener porque no tienen acceso a esta
nueva dinámica de
pretensión!
Por el contrario, una cultura basada en el respeto por los
derechos humanos, universales e inviolables, coloca el referente fundante en la
persona humana. El Eugenio Tironi, La
irrupción de las masas y el malestar de las elites, (Santiago: Editorial
Grijalbo, 1999), pp. 226 – 227.
Por la palabra cultura
se entiende un sistema compartido de significaciones que ordena y da sentido a
la vida en una determinada sociedad o en un particular grupo social. Es decir,
la cultura es la construcción significativa de la realidad que se fundamenta en
la triple relación de la persona humana: con la naturaleza (la dimensión
técnico-económica), con las otras personas del grupo humano organizado como
sociedad (la dimensión socio-política) y en la búsqueda de sentido en relación
con la totalidad (la dimensión religiosa). valor de la persona humana no está
en su poder adquisitivo (el tener) sino en el hecho de la dignidad que le
corresponde como ser humano (el ser).
A nivel del tener siempre existe un más y un menos porque es
una medida cuantitativa y, por ello, tiende a la comparación y la consecuente
división de la humanidad; a nivel del ser el presupuesto básico es la igualdad
frente a la sociedad y, por ello, toda diferencia, relacionada con la
posibilidad de auténtica realización según la dignidad humana, constituye una
crítica social, buscando las causas y las correspondientes soluciones. En otras
palabras, la diferencia no es criterio de discriminación positiva (el que tiene
más es más) sino, por el contrario, de crítica social (¿por qué no pueden todos
tener lo suficiente?).
Además, una cultura de consumo no satisface hondamente las
aspiraciones humanas porque, para realizarse, la persona humana precisa de
valores que escapan la lógica del mercado ya que entran en el horizonte de la
gratuidad (el amor, la amistad, la fidelidad, la verdad, etc.). Es la
contradicción, o quizás la consecuencia, del creciente materialismo acompañado
por una radical insatisfacción.
No se trata de contraponer ser y tener sino de construir una
correcta relación entre ambos. “El mal no consiste en el tener como tal”,
afirma Juan Pablo II, “sino en el poseer que no respeta la calidad y la
ordenada jerarquía de los bienes que se tienen.
Calidad y jerarquía que se derivan de la subordinación de los
bienes y de su disponibilidad al ser del hombre y a su verdadera vocación”96.
Es el tener para ser en contraposición al ser para tener. El discurso sobre los
derechos humanos, elaborado de manera incluyente y, por ello, con una visión de
protesta y propuesta, constituye una oportunidad privilegiada para aprender a
estar en la realidad, un estar correspondiente a la dignidad de lo humano, una
dignidad que le corresponde a todos sin excepción.
A la vez, este discurso no puede caer, quizás
inconscientemente pero ciertamente presente en una cultura de mercado, en una
comprensión individualista de los derechos humanos, en una especie de auto
defensa frente al Estado y frente a la sociedad como un derecho-libertad sin
referencia a la dimensión 96 Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de
diciembre de 1987), No 28. social inherente y constitutiva del individuo. Por
consiguiente, resulta esencial subrayar, primero, que la base de los derechos
humanos se encuentra en la intersubjetividad, la relación entre individuos; y, segundo,
que el criterio de la realización efectiva de los derechos humanos es justamente
la víctima, es decir, que el respeto por los derechos humanos se cumple de verdad
cuando se realiza en los olvidados de la historia.97
El compromiso cristiano en la defensa y promoción de los
derechos humanos de toda y cada persona humana es “un modo nuevo, concreto y
coherente de ser luz del mundo (esperanza) y sal (moral) de la tierra”98. Sin
descartar la importancia y la necesidad de elaborar un discurso racional sobre
los derechos humanos, con la finalidad de que sean el fundamento socio-jurídico
de la convivencia humana, más urgente aún resulta el compromiso efectivo para
protegerlos mediante la convicción personal, la opción social y la mediación de
instituciones correspondientes.99
Ver Xabier Etxeberria,
El reto de los Derechos Humanos, (Madrid: Cuadernos F y S, 1994), pp. 21 – 29.
98 F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo
Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), p. 358.
“Brille así su luz
delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre
que está en los cielos” (Mt 5, 16).
“Pongan por obra la Palabra y no se contenten sólo con oírla,
engañándose a ustedes mismos. Porque si alguno se contenta con oír la
Palabra, sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla
su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es.
En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se
mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése,
practicándola, será feliz” (Santiago 1, 22 – 25).
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